jueves, 11 de agosto de 2011

Tarde desolada.

En las tardes de julio y agosto discurren horas melancólicas, desoladas, sí, desoladas como nosotras en otros tiempos. No por falta de sol, faltaría más, sino porque la gente, los amigos, han emigrado a las playas, al campo, a otros parajes húmedos y verdes y apetecibles y nos han abandonado a nosotros, los solitarios. Seguimos en la ciudad, intentando sestear con las piernas desnudas y las axilas chorreando de agobio y sudor incoloro, junto al tic tac cansino del despertador que en el siguiente mes se convertirá en amenazante artefacto. Se echa de menos el abanico que pintó el vecino de arriba y nos regaló cuando iba a entrar el verano, el helado de vainilla con trozos de almendra machacada, el vaso de agua con cubitos de hielo en forma de corazón. Se echan de menos tantas cosas que hacíamos en invierno: nuestro libro preferido al amor del fuego de la chimenea, conversaciones atropelladas con los compañeros de clase, el café calentito de media tarde, el relato que tenemos en mente para leer el jueves en el aula, arroparte con el edredón de plumas mientras tu pareja se acopla formando entre los dos un solo cuerpo... Se acabará agosto y todo volverá a la bendita rutina. ¿Volveremos a saber de Paco, Aurora, Paloma, Araceli? Es una incógnita. Tornasol

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