R E L A T O: ELUCUBRACIONES.- Esta mañana me levanté pronto. Quería ver los últimos suspiros de marzo desde el parque. Me puse el gorro de lana y las playeras por comprobar si el vaho de mi aliento, difuminando los setos de la primera rampa, me ayudaba sin fatigarme, a subirla, pero no me lo permitió. Hace pocos años ascendía sin la respiración entrecortada, pero hoy... ¡qué demonios! me rondan los setenta y estoy todavía acá, a pesar de las veces que me he suspendido más en el ALLÁ. El aire volaba demasiado fresco y las nubes se exhibían reacias a dejar al sol que se asomara. Había olvidado el reloj, pero a juzgar por la escasa claridad, estarían al caer las ocho y media, además me empiné desde la cuesta y vi un autobús de los que lleva a los niños al colegio. Los pequeños entran a las nueve y, por su mirada legañosa, observé que todavía estaban soñando con la porción de tarta de manzana que les dio mami anoche de postre, y los de primaria, quizás con las aventuras del televisivo y amarillo Bob Esponja. Casi desde que nacemos, la dinámica de los horarios, de las obligaciones, del aseo matinal, de las sonrisas de la buena educación, de la palabra correcta, de la lección bien estudiada, del aparentar que vives bien, que te llevas bien, va impresa en nuestro modus vivendi, en nuestra sociedad, como un tatuaje del que no te puedes desprender, pero los pobres niños, ¿qué necesidad de ese madrugón, esas mochilas abotargadas, esos desayunos frugales y rapiditos? No merece la pena ese sin vivir; más calma, por favor, menos ceño fruncido con el crío por las prisas, a cambio de una conversación de cinco minutos junto a las galletas y la leche con cereales. Habría que cambiar tantas cosas para que el mundo fuera más humano.
En todo eso pensaba en el banco de piedra del parque al ver el autobús escolar. La vida sigue, las injusticias están ahí, los ricos son cada vez más ricos, los trabajos cada vez abundan menos. Me da pena de la situación, aunque sólo tengo la posibilidad de cumplir bien mi cometido en mi entorno, con mi familia, con algún conocido si me pide un favor y está en mi mano. Si todos hiciéramos ese cometido bien, correcto y, sobre todo, los que tienen más posibilidades, también tuvieran más generosidad, funcionaría el mundo mucho mejor, muchísimo mejor. Pero yo ahora, me tengo que conformar con mirar al cielo y pensar que el fin de semana cambiará y madrugaré de nuevo, vendré al parque y esas margaritas minúsculas lucirán más grandes y brillantes, las aceitunas arrugadas por el hielo nocturno, se pondrán tersas y negras, como los ojos de Platero, y sobre todo, ese mendigo ahí tirado, con el pelo largo lleno de suciedad, quizás se de cuenta que las noches son frías aún y se irá al albergue a dormir. Ya no le veré, estará mejor.
Marzo da sus últimas bocanadas. Un gorrión macho al que veo picar entre la hierba, buscará en abril otra vez con ahínco, la comida de sus hijos, y esos deportistas paralímpicos se seguirán entrenando para ser los mejores en las Olimpiadas. Es muy difícil. Casi imposible, pero, ¿y si lo logran?
-tornasol
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