FUERA DEL CEMENTERIO.- No he visitado el camposanto este 1 de noviembre. Al pasar muy cerca rozándole con el coche, he escuchado unas risotadas roncas y bulliciosas. ¿Provienen de monstruos escondidos entre los cipreses? Pasadas las siete de la tarde, ya anocheciendo, podría ser una alucinación. Pero no. Saqué por la ventanilla la cabeza todo lo que pude. Era un grupo familiar, cerca de una tumba. Sencillamente alguno habría soltado un chascarrillo y los demás no podrían hacerle el feo de no reirle la gracia. Vi las preciosas flores recién colocadas, aún con perfume, frescas de colores salpicados de humedad, y mármoles con un brillo sobrenatural que, recibiendo esa luz de la tarde, parecían escaleras interminables que suben al cielo con premura, antes de que la noche les cegara. Cruces luciendo el brillo de una mano amiga; La Piedad, perdida el color oro viejo por los años pasados ante los hielos del crudo invierno y los sofocantes calores de agosto; un ángel de la guarda, con todo su esplendor, sobre una tumba de poca longitud, guardando con sigilo el sueño de ese pequeño indefenso; un libro abierto de piedra en el que una pluma de ave misteriosa escribe los mandamientos de la ley de Dios y las lápidas repletas de grandes manojos de flores y cintas de raso recogiéndolos con lazadas perfectas e inaccesibles. Rostros medio compungidos, y cuerpos arreglados como para una fiesta, aunque alguna lágrima se mezcle entrecortada con la oración.
Sigo dentro del coche. Este cementerio no es como el de antes con las tumbas llenas de flores secas y alguna margarita deshojada, lápidas con desconchones y sin adornos, un ángel de púrpura marrón oscuro velando el sueño de los huérfanos, mujeres con flores de plástico y vestidos negros, chicas jóvenes con velos zurcidos, socavones cerca de los nichos, malas hierbas por alrededor, recogimiento y pena en los rostros, cánticos de semana santa, de dolor, de pérdida, de una pena honda que traspasa los altos arbustos con espinas y las nubes grises e inquietantes.
TORNASOL
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