UN DÍA DE ENCUENTROS.- He ido al cementerio. Mi madre está allí en un lugar alto. Nunca le gustó el subsuelo. En los días soleados de otoño, las almas recorren los paseos cuajados de hierba y de hojas pisoteadas por las huellas de la tristeza. Subiendo a la escalera de mano para ponerle flores frescas, admiro la sierra de picos desiguales y alguna nube que otra deslizándose por lo bajo, en silencio, para no perturbar el sueño de los que reposan. Respiro hondo, antes del Ángelus, para que ella aspire por medio de mis pulmones, ese aire de paz, sosiego, aislamiento y felicidad por tenerme allí, tan cerca, oir un susurro que es una oración y, tal vez, una confidencia que no he dicho a nadie. Nadie como ella lo va a comprender.
En dos meses que no he ido, las flores malvas están blancuzcas, descoloridas, deshidratadas sin beber una gota por la falta de lluvia, pero hoy me han agradecido que las retire del parterre y las sustituya por capullos recién cortados y margaritas amarillas que tanto le gustaban. El mármol ha quedado limpio, radiante, dispuesto para recibir el agua templada de la tormenta de otoño que pronto, una tarde de éstas, lavará los cipreses y la tierra removida por las pisadas de los seres vivos que acuden presurosos a adornar las tumbas calladas antes del día de Todos los Santos.
Tornasol