EN AGOSTO.- Un ir y venir por la calle de arriba. Es agosto, ventanas herméticas. A pesar de las dos campanadas y del sol en lo alto, las hormigas se siguen afanando por buscar, por acumular, por abastecer los armarios del subsuelo, en largas galerías, cantidades impensables de desperdicios familiares para el grupo, trozos minúsculos de migas de pan, de semillas de los pinos, de los arbustos, de restos de pipas que, minutos antes, han degustado los chiquillos. La tienda de los chinos aún permanece abierta. También el ser humano se preocupa por su alimento. Quien no ha salido de veraneo debe llenar el frigorífico. Abandona el establecimiento, baja la escalinata con las bolsas, ve otro hormiguero en el rincón, se pregunta cómo ese bicho tan pequeño puede llevar ese bulto el doble de grande que él. ¿No sudará? ¿no se fatigará? ¡Qué angustia, por Dios! Deja las bolsas en el último escalón de cara al parque. Ahí cerca está su casa, pero antes mira con esperanza al portal número tres. La ventana tan hermética, la persiana tan blanca de su amiga sigue bajada, como ayer, como anteayer, sin ninguna abertura por donde se adentre, libertino, ese sol que todo lo ilumina, lo reconforta. Recoge las bolsas del suelo y se va lentamente, con la espalda caída, los dedos amoratados por el plástico que roza sus articulaciones. Se gira a observar si se ha equivocado de ventana y la que desea está abierta de par en par, ventilando las sábanas, pero no, sigue irremediablemente cerrada, sin los geranios multicolor de siempre, sin el gato encaramándose, sin el cepillo de barrer que se seca y brilla con sus cerdas de nylon. No hay ni un alma en la calle. El asfalto azota el rostro, se limpia el sudor con un pañuelo y suspira. Ya llega enseguida. La casa estará más fresca, dejará correr el grifo para beber. Alza la vista al cuarto piso del portal contiguo al suyo. Las persianas cerradas como cárceles. Tampoco ahí ha quedado nadie. No parece el bullicioso barrio del mes pasado: ni un buenos días abriendo la puerta, ni un llanto de bebé por el patio, ni un ladrido desconsolado, ni un chirriar del tendedero de la vecina de abajo. Nada, nadie. Pasa lo mismo todos los agostos.
Tornasol
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