Abel Tiffauges (Herr Tiefauge, "ojo lacrimoso, ojo profundo, de órbita hundida") tiene una miopía que le obliga a portar unas gafas de cristales grotescos, es alto y fornido hasta el miedo, es un ogro que viene de la noche de los tiempos. Abel arregla automóviles por la mañana y por la tarde persigue a la pequeña Martine porque para las niñas son terra incognita, graba el coro perfecto que surge de los patios de los colegios, odia Francia, esa patria heterogénea, diluída, odia todas las iglesias del mundo, y cree firmemente en la parábola de San Cristóbal, el Santo que porta la antorcha de su Destino. Su realidad son signos, pistas, señales sublimes de su misión. Cuida de su par de palomas plateadas, de sus gemelos simétricos, la napola es un Templo. Abel suelta sus garras de ogro en la Segunda Gran Guerra, un escenario peligroso para los locos y los escritores fascinados. Y se fabrica una almohada con el cabello de los niños. Le gusta comer carne cruda, "los signos necesitan de la carne para manifestarse", piensa. Y odia el invierno, porque éste odia la carne, "el frío es una lección moral que impone silencio a las voces y jalona mi camino". Efraím será la llave de su Destino, mientras tanto escapa a la caseta del guarda y da de comer a un venado medio lisiado y ciego.
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