MALDITO COBRADOR DE LA LUZ
Buero Vallejo inicia ‘Historia de una escalera’ en el momento en que un cobrador de la luz llama con los nudillos en las cuatro puertas de un relleno de escalera en una modesta casa de vecindad. “La luz. Dos sesenta”. “La luz. Cuatro diez”. “La luz. Tres veinte”. La luz. Seis sesenta y cinco”. Las mujeres que recogen los recibos, una tras otra, Generosa, Paca, Elvira, Doña Asunción, están desoladas. “¡Dios mío! ¡Cada vez más caro! No sé cómo vamos a vivir”, increpa Generosa al cobrador. Paca es más radical. “Menuda ladronera, la Compañía! ¡Les debería dar vergüenza chuparnos la sangre de esa manera! Esto se arreglaría como dice mi hijo Urbano: tirando a más de cuatro por el hueco de la escalera. Se aprovechan de que una no es nadie, que si no…” Y el cobrador: “Mire lo que dice, señora. No falte”.
Buero escribe la obra en 1948, encerrado en la biblioteca del Ateneo, donde es socio desde un año antes mediante una petición escrita a mano en la que declara la profesión de Pintor, con mayúscula. Pocos años antes, Camilo José Cela, nacido también en 1916 (otro gran centenario en marcha) ha publicado ‘La familia de Pascual Duarte’; y el poeta Dámaso Alonso, el libro ‘Hijos de la Ira’. Los tres ponen la primera piedra de una nueva literatura, en sus tres géneros esenciales. Cela y Dámaso son adictos al Régimen franquista, pero su realismo choca con los censores muy seriamente, hasta el punto de que a Cela lo retiran la segunda edición de la novela, que tiene que publicarse en Argentina. A los censores les disgusta de los tres autores el que sus personajes sean seres desarraigados, en conflicto, hostiles, críticos, y que describan la vida misma, con sus tremendas apreturas en una posguerra inmisericorde con los vencidos.
Buero nunca contó sus trifulcas con los censores, salvo que en cierta ocasión el régimen intentó comprarlo de un modo explícito, si introducía en su obra “temas de corte religioso”. Tendría a su servicio todo el aparato de proyección y de propaganda exterior del Estado si se plegaba, le dijeron. En cambio, Cela y Dámaso se regocijaron, famosos ya, por tanto intocables, de sus peleas con la censura. “Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas)”, escribe Dámaso en el primer verso de ‘Insomnio’. Al censor le molestaba incluso el título de la obra, la palabra ira, tan guerracivilesca. Pero estaba dispuesto a aceptarla si se omitía que Madrid fuese, toda la ciudad, un cementerio. Dámaso Alonso, que tenía entonces 48 años y el colmillo retorcido por anteriores experiencias, no estaba dispuesto a ceder. “¿Cómo titular un libro ‘Hijos de la ira’ si se censuraba todo asomo de ira?”. Pactaron, posibilistas, aceptar el primer verso si quedaba claro que en Madrid (“por qué se pudren más de un millón de cadáveres en esta ciudad de Madrid”), no pasaba nada distinto que en otras grandes ciudades. Solución: añadir este octavo verso: “Por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo”.
A Buero lo trataron peor, y aún así también fue tachado de posibilista. Sus incondicionales, que fueron legión, tuvieron la certeza de que había luchado a brazo partido contra la censura y que por eso, muchas veces, su lenguaje era críptico, con sobreentendidos, pero muy valiente. Lo demostraron con la intensidad y la duración de los aplausos, que comenzaron antes de que acabara la última escena de ‘Historia de una escalera’, forzando a los actores a repetirla íntegra.
Acostumbrado a dramas que hablaban de personajes importantes y tragedias de relumbrón, Buero ofrecía un universo sobre cuestiones candentes de la realidad, aunque los sistemas totalitarios de los que hablaba tuvieran residencia en París, o el dictador que temblaba por haber hecho colgar a un general rebelde se llamase Fernando VII. Todo eso hizo de Buero el más posibilista de los dramaturgos críticos, pero también el más estrenado. No siempre lo dejaron. En 1964 la censura prohibió ‘La doble historia del doctor Valmy’, un alegato contra la tortura. Al régimen le salio el tiro por la culata: la prohibición suscitó tanta curiosidad en el extranjero, que la obra, no la mejor del autor, fue muy representada fuera. Se estrenó en España en 1976, “cuando el dictador Franco tuvo a bien dejarnos en paz”, ironizó Chazarra.
Sobre el posibilismo de Buero, como si se hubiera domesticado ante la dictadura, hubo muchos debates, que amargaron al autor, el más agrio con el también dramaturgo Alfonso Sastre, un ‘imposibilista’. Hubo quien, incluso, le acusó de haberse quedado en España. No se quedó. Lo quedaron. Tenía menos de 20 años cuando Franco ordenó fusilar al padre, Francisco Buero, un militar gaditano que enseñaba Cálculo en la Academia de Ingenieros. Buero, entonces, se alista en el ejército en defensa de República. En 1939 es detenido y condenado a muerte, iniciando un peregrinaje por campos de concentración y cárceles. En la de Conde de Toreno, en Madrid, fue donde dibujó el famoso retrato de Miguel Hernández. La noticia de su libertad condicional la recibió en el penal de Ocaña, en 1946.
Al margen de las polémicas, acudir a una de sus representaciones era, en ocasiones, como ir a una manifestación contra el Régimen. “La gente iba a ver el teatro de Buero para descubrir sus símbolos, para ver qué decía entre líneas. Y decía cosas, muy gordas, y otras que estaban y no todo el mundo sabía descubrir. Abrió la ventana del teatro español y hizo ver a los que estaban ciegos por culpa del franquismo”, dijo Adolfo Marsillach comentando el estreno de ‘El tragaluz’, un grave y hondo drama sobre el olvido, sobre la desmemoria, cuya lectura sigue teniendo vigencia trágica.
¡Sí, señor! Un dramaturgo de los pocos que quedan. Valiente y atrevido, decía su verdad sin temor. Muy bien escogido.
ResponderEliminarTornasol